Mi amigo Osvaldo era arquitecto. En realidad le faltaban una o dos materias para tener el título. Muchos insistimos en que esas una o dos materias se las deberían reprobar a muchos que tienen el título para quitárselo, y dárselo a Osvaldo. Osvaldo hizo obras muy interesantes y destacables en muchos lugares de la costa atlántica de la provincia de Buenos Aires. Algunas de esas obras le ganaron artículos en las páginas de arquitectura de los diarios más importantes. Hubo un tiempo en que tenía tanto trabajo que a veces no podía aceptar todo. Pero en la vida, todo está sujeto al cambio constante. Igual que la llena luego decrece, y el sol a mediodía comienza a descender, un buen día a Osvaldo le empezó a decrecer el trabajo. Decreció tanto, que llegó a nada. Con muy buen humor, solía decir: “en este momento, de cucha de perro para arriba, acepto lo que venga”.
En esos tiempos yo solía pasar semana de por medio en el mismo pueblo que Osvaldo. Era un lugar muy tranquilo, con un bosque de catorce hectáreas al que iba todos los días. El bosque tenía lugares con una energía muy especial, y durante los días de semana, casi nadie lo visitaba. Yo iba todas las mañanas a practicar taiji antes de empezar a escribir. Después del almuerzo daba un paseo corto, que equivalía a horas de descanso. Más tarde, a eso de las seis o siete de la noche, terminaba de trabajar, y, generalmente, lo visitaba a Osvaldo en su estudio. Era la hora en que él mismo tomaba una pausa si estaba trabajando mucho, o si no, también terminaba con lo suyo. Entoces, o tomábamos unos mates o té en el estudio, o cruzábamos al café de enfrente.
Una de esas noches, cuando estábamos tomado algo en el estudio, en medio de la charla Osvaldo me dijo: “¿te acordás que siempre digo como broma que de cucha de perro para arriba acepto cualquier trabajo? Bueno, me encargaron una cucha de perro”.
Yo pensé que era una broma.
— “¿En serio?” le dije.
— “En serio”. Osvaldo primero puso su cara seria, y después hizo su sonrisa pícara de nene. Yo me quedé mirándolo intrigado. Entonces mencionó un lugar muy caro y exclusivo.
— Una gente que tiene una casa grande ahí, me pidió que les haga una cucha para los perros, que sea igual a la casa, pero con tamaño como para los perros.
Los dos estallamos de risa. Mientras tomábamos nuestro té reflexionamos, mitad en broma y mitad en serio. Cuando no se es exigente, pueden aparecer soluciones temporarias a los problemas que tengamos. Pero por encima de eso hay algo gracioso y serio a la vez. Cuando se dice algo en broma, la broma puede volverse realidad. La realidad siempre supera a la fantasía, y lo que decimos siempre puede volverse realidad. Como la cucha de un perro.