Salía de viaje por la noche. Hacía poco que se había inaugurado la terminal de autobuses de Retiro, en Buenos Aires, y era mi primer viaje desde allí. Cuando estaba sentado en un banco, esperando la partida del ómnibus hacia Brasil, pasó un pensamiento por mi mente: “mirá que irse así, a la aventura”. Por un instante me inquietó, pero al momento lo reconocí con la voz de mi madre. A mi madre esas cosas a veces la inquietaban. Si, a la aventura ¿por qué no? Aventura viene del latín ad-venire, “lo que llega”, o “llegar”. Ir a la aventura es ir al encuentro de lo que llega, y lo que llega, a cada momento, es la vida. Ir a la aventura es ir al encuentro de la vida. Tal vez el significado que se le da comúnmente a aventura, como algo riesgoso es por lo implícito. Vivir, inevitablemente, significa riesgo. Casi todo el mundo huye del riesgo en busca de una seguridad ilusoria. Esa búsqueda de una seguridad ilusoria, es lo que impide lograr la seguridad real. Comoquiera que sea, sentado en el banco, esperando el ómnibus que me iba a llevar a Río de Janeiro, donde tomaría otro hacia Ibiraçu, desde donde caminaría hasta llegar al monasterio Zen en lo alto de Morro da Vargem, me sentí un tanto reconfortado de “ir a la aventura”. Es una actitud Zen, o buddhista en general. Dogen Zenji, el fundador de Soto Zen dijo: “el tiempo viene desde el futuro hacia el presente”.
¿Qué es lo que nos inquieta de la aventura? ¿Y qué es lo que nos atrae? Posiblemente en ambos casos, sean las expectativas. Si somos optimistas, esperamos todo tipo de sorpresas agradables. Lugares atractivos, superar peligros inesperados, romance y, por qué no, hasta encontrar algún tipo de tesoro, material o espiritual. Es lo atractivo de la aventura. Si lo que prepondera son las emociones negativas como el miedo, la angustia o la ansiedad, entonces todo eso se transforma en temor. Tememos accidentes, lugares peligrosos, robos, enfermedades y todo tipo de pérdidas. Pero ¿qué hay de real en las expectativas, positivas o negativas? Nada. Nada ha sucedido todavía. Aún estamos preparando una valija, un bolso o una mochila. O temiendo hacerlo, porque quién sabe qué pueda suceder. Pero todo esto son sólo pensamientos. No hay nada de concreto en ellos. Lo único que tienen es la capacidad de atraer lo que pensamos. Negativo o positivo. Atraemos lo que deseamos y atraemos lo que tememos. Esa es la capacidad del pensamiento.
Entonces ¿qué pensar? Un maestro de meditación diría: “Nada. Debemos dejar que la mente permanezca más allá de pensar y no pensar”. ¿Cómo dejar a la mente más allá de pensar y no pensar? podemos inquirir. La respuesta será: “Pensando nada”. ¿Cómo pensar nada ante el viaje inminente, o ante lo que pueda llegar cada día, la inadvertida aventura cotidiana? Pensando en lo que está por llegar como en un papel en blanco. Como sentados en una sala de concierto en la que el concertista aún no ha comenzado a tocar. Escuchando el silencio, igual que cuando, al estar conversando con alguien, de pronto nuestro interlocutor nos dice “¿escuchás ese sonido lejano?” y la voz interna de nuestro pensamiento se detiene para escuchar. En ese momento, se produce un silencio dentro nuestro que está más allá de pensar y no pensar. Y en ese instante, percibimos la realidad.
No hay necesidad de inquietarse por irse así, a la aventura. No hay necesidad de sentir apego ni rechazo. Solamente hace falta estar relajadamente atento y asentarse en el fluir natural de los eventos. En ese estado, se responde a lo que suceda sin equivocarse, y no hay nada que temer. Sentados en un banco de terminal de ómnibus esperando la partida, o sentados en zazen, o lavando los platos en la cocina, listos para lo que llega, listos para la aventura.
¿Qué es lo que nos inquieta de la aventura? ¿Y qué es lo que nos atrae? Posiblemente en ambos casos, sean las expectativas. Si somos optimistas, esperamos todo tipo de sorpresas agradables. Lugares atractivos, superar peligros inesperados, romance y, por qué no, hasta encontrar algún tipo de tesoro, material o espiritual. Es lo atractivo de la aventura. Si lo que prepondera son las emociones negativas como el miedo, la angustia o la ansiedad, entonces todo eso se transforma en temor. Tememos accidentes, lugares peligrosos, robos, enfermedades y todo tipo de pérdidas. Pero ¿qué hay de real en las expectativas, positivas o negativas? Nada. Nada ha sucedido todavía. Aún estamos preparando una valija, un bolso o una mochila. O temiendo hacerlo, porque quién sabe qué pueda suceder. Pero todo esto son sólo pensamientos. No hay nada de concreto en ellos. Lo único que tienen es la capacidad de atraer lo que pensamos. Negativo o positivo. Atraemos lo que deseamos y atraemos lo que tememos. Esa es la capacidad del pensamiento.
Entonces ¿qué pensar? Un maestro de meditación diría: “Nada. Debemos dejar que la mente permanezca más allá de pensar y no pensar”. ¿Cómo dejar a la mente más allá de pensar y no pensar? podemos inquirir. La respuesta será: “Pensando nada”. ¿Cómo pensar nada ante el viaje inminente, o ante lo que pueda llegar cada día, la inadvertida aventura cotidiana? Pensando en lo que está por llegar como en un papel en blanco. Como sentados en una sala de concierto en la que el concertista aún no ha comenzado a tocar. Escuchando el silencio, igual que cuando, al estar conversando con alguien, de pronto nuestro interlocutor nos dice “¿escuchás ese sonido lejano?” y la voz interna de nuestro pensamiento se detiene para escuchar. En ese momento, se produce un silencio dentro nuestro que está más allá de pensar y no pensar. Y en ese instante, percibimos la realidad.
No hay necesidad de inquietarse por irse así, a la aventura. No hay necesidad de sentir apego ni rechazo. Solamente hace falta estar relajadamente atento y asentarse en el fluir natural de los eventos. En ese estado, se responde a lo que suceda sin equivocarse, y no hay nada que temer. Sentados en un banco de terminal de ómnibus esperando la partida, o sentados en zazen, o lavando los platos en la cocina, listos para lo que llega, listos para la aventura.
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